
Monstruos.
- Antonio Miradas del Alma

- 6 oct
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 7 oct
En mi residencia los ingresos de casos son particularmente delicados, llevan tras de sí historias sesgadas por los avatares de la vida. Son historias escritas con grandes lagunas que obstruyen la esencia de un verdadero relato. En algunos casos, los traumas de una tragedia dejan heridas en sus almas, estas apenas son detectables, la monstruosidad se encarga de camuflarlas. Un infante demandante, intolerante, arrogante y susceptible de ser increpado, no deja de ser alguien que acarrea una gran brecha en su alma.
Un niño que ha sufrido una rotura en su vida necesita ser arropado y protegido, en caso contrario las monstruosidades irán conformando su mundo. Vivir en un mundo lleno de miedos es un reflejo evidente de una gran fragilidad, una representación que se les muestra protectora frente a un lado oscuro de sus vidas. Un lugar donde se cobijan los deseos frustrados, conflictos no solucionados y vivencias incompletas.
Cuando una historia no muestra la tragedia, el cuidado hacia el infante no alivia su dolor. Escuchar una historia es invitarse a cerrar los ojos y navegar en ella, sus palabras, muy medidas, se van fundiendo en un sueño donde la realidad y el deseo se abrazan, la desdicha y el sosiego se encuentran. Un infante crispado, necesita de historias donde sujetar la suya, poder liberarse de sus monstruos, dejar sus miedos, abrazar de nuevo el destino y disfrutar del ocaso.
"Uno de los recuerdos más reconfortantes de mi infancia fue ver caer los copos de nieve en mi patio trasero. Por aquel entonces, vivía a las afueras de una ciudad del norte, en una casa fría, algo destartalada y con un pequeño jardín resguardado de gritos y golpes.
Mi madre al tenerme abandonó abruptamente su juventud, apenas dedicaba tiempo a los afectos. Mi padre nunca aceptó su paternidad, su presencia era fugaz, éramos sus trofeos. Ante la ausencia de hermanos, llené ese vacío con mi imaginación; gracias a ella, pude crear mi propio mundo.
A una corta edad sufrí una gran tragedia que cambió mi vida. Fue en cuestión de segundos que aparecieron abruptamente los espantos y los lamentos. Deje mi hogar al alba, clandestinamente, aterrado por lo acontecido, en un viaje de silencios que anunciaban miedos que venían para quedarse.
Esos miedos me mostraban la tragedia sin piedad. Unos desconocidos con un aire amenazante acercándose a mi padre, aun noto su mano prieta a la mía, sus palabras de súplica y un estruendo. Separé mi mano de la suya para cubrir mis oídos y al abrir mis ojos lo vi tendido, solo tenía cuatro años y esos desgraciados me lo arrebataron.
Lejos de mi hogar vivía con mi nuevo padre, una persona resentida por ser hijo de otro. En poco tiempo pasamos a convertirnos en su saco de frustraciones y enojos, recibimos duros golpes, en el cuerpo y en el alma, hasta que mi madre me apartó de ese hombre para salvar su vida.
Cuando me ingresaron, no vine solo, me traje a todos mis monstruos, ellos como yo, vienen de lejos, de otro tiempo. Es inútil liberarse ellos, buscan los silencios y los lugares oscuros para mostrarse, son como arietes acotados que me buscan ansiosamente sin descanso.
El equipo educativo apenas tenía consciencia, los casos que les llegan suelen llegar opacos, faltos de detalles. No sabían de monstruos, no llegaron a ver la inmensidad de mis miedos, esos brazos abrazando mi cuerpo, esas grandes bocas susurrando palabras estremecedoras. Solo veían un niño violento temeroso del ocaso del sol.
Con los años en la residencia fui asumiendo mis miedos como parte de mi mundo. Deje que aquellos monstruos que tanto tiempo me torturaron dañaran sin contemplaciones, nadie puede soportar tanto espanto, siempre hay claudicaciones. Me convertí en un tirano, los hice visibles, buscaban presas y se las ofrecí. Ahora puedo llegar a ver mi mirada reflejada en el otro, pero no me reconforta.
Antonio Argüelles, Barcelona.










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