
Mi Padre.
- Antonio Miradas del Alma
- hace 5 horas
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Si uno es observador puede llegar a ver escenificaciones que se repiten con el pasar de los años, son representaciones que muestran ráfagas de luz en lugares donde la oscuridad es predominante. Una de las características de la falta de observación es tener que ejercer tu labor educativa con bastones de ciego, con ellos vas tanteando tus saberes con tu mandato.
Un mandato es el cumplimiento de un trabajo educativo que está condicionado en un alto grado de apegos, los cuales, todo y estar bien documentados por multitud de estudios científicos, tienen cierta rebeldía a poder ser pautados y normalizados. No todo aquello que llevamos adelante en nuestra labor es predecible, acotado y pautado. De hecho, una de las características de la educación es su alto nivel de adaptación y creatividad frente a los retos.
La mayor demanda que hace un infante en mi residencia es sentirse seguro, es desde ese lugar de seguridad donde se va formando cierto apego. Los infantes en mi residencia son perseverantes en sus reclamos hacia el equipo educativo a ejercer funciones de sostén incondicional. En momentos de gran sensibilidad donde las emociones están en su máximo exponencial es cuando el apego surge, ese vínculo de conexión que ilumina el camino.
Una de las marcas con las que llegan los infantes a esta residencia son sus carencias de figuras parentales. La inexistencia de esta figura implica grandes consecuencias, no solo la propia ausencia, sino también, la precaria estimación que tiene el infante sobre sí mismo. Las comparaciones a otras realidades familiares pueden proyectar en el infante una elaboración mental que les pueda ayudar a alejarse de ese yugo de fatalidades.
El encargo educativo en mi residencia tiene ese objetivo, mostrar otras realidades familiares con figuras que proporcionen aquello científicamente documentado. Un trabajo arduo y complejo que no está presto a observaciones, todo está centrando en la inmediatez, y con ella sus saberes, los del equipo educativo, se van alejando de las realidades con las que se enfrenta su mandato. La paradoja la vemos cuando un padre y su hijo jugando a pelota pueden vincularse con menos complejidad y naturalidad con uno de nuestros infantes, en gran medida, gracias al trabajo de observación hacia sus hijos.
"Reconozco que con siete años este mundo me viene grande, todo lo que tengo a mi alrededor está creado por gigantes. El solo hecho de ir al baño, sentarse a la mesa, seguir el paso de mis cuidadores o subir unas escaleras, son actos que no me dejan indiferente. No paran de recordarme que aun sigo siendo un niño insignificante.
Cuando vives en un mundo asalvajado no puedes tontear con niñeces, usas todas tus energías en crecer en el menor tiempo posible, surge esa necesidad de apropiarse de un lugar, el tuyo. Si un cachorro de león sabe que para ser respetado primero hay que aprender a luchar, yo aprendo, tengo fieras a montones. Estoy harto de ser un saco de desdichas que nadie quiere, harto de lloriqueos enarbolados en banderas de derrotas. Uso hechos victoriosos, palabras incendiarias, actitudes violentas, lo necesario para marcar mi territorio.
El equipo educativo, mis cuidadores, lidian día y noche con malestares, los míos y los de mis compañeros. La residencia es un continuo brotar de erupciones incendiarias con las que buscamos sus atenciones, con ellas vislumbramos aquello que nos hiere, enzarzándonos ciegamente en una lucha perdida.
Mi hogar, ahí donde pasé mis primeros años, fue un entorno hostil, falto de cariño y de cuidados. Esa argumentación me dieron los servicios sociales cuando fui rescatado. Ellos me dijeron que mientras la situación no mejorara pasaría a otro lugar donde poder estar arropado por cuidadores y acompañado de niños y niñas. Un lugar, que en poco tiempo identifique como mi selva y sus fieras.
Vengo de un entorno familiar difícil de describir, mi familia es una mezcla confusa, parientes inconcretos, me cuesta ver sus fronteras, aquellas que delimitan y definen a sus miembros. Desde que nací estaba arropado de personas que me ofrecían cariño y me lo quitaban a la vez, vetado de ese amor incondicional que tanto anhelaba.
Cuando ingresé en la residencia opté por dar por muerto a mi padre. No es fácil sostener a un padre que nunca ha osado conocerme, sería una confirmación de un rechazo, una carga pesada de sostener, un señalamiento que me alejaría de ese lugar deseado. Cuando tienes un padre muerto lo moldeas en lo que quieras, no buscas compasión, solo reivindicas aquello que te pertenece.
Mi madre me dio a luz, me vio nacer, apenas podía sostenerse sola, tenerme no fue un deseo, ella siempre estaba rodeada de otros, los otros eran su precio por la libertad, aunque eso fuera una quimera, una madre nunca deja de ser madre. Ella me dejaba en soledad, pasaba largas jornadas con extraños y cuando me ofrecía su compañía se mostraba dolida frente a la vida. Esos extraños, sus compañeros eran candidatos a padres, todos con pretensiones de dominación. Nunca fue feliz, sus llantos, los de mi madre, aun los tengo gravados en mi memoria, sus miradas, las de mis falsos padres, aun me hielan la sangre. Fueron ellos los que me mostraron cómo luchar en un mundo de fieras.
Cuando veo a los adolescentes de mi residencia embroncarse de manera incendiaria, siento cierta curiosidad por su desenlace y a la vez angustia por su violencia, sabemos que nuestros educadores estarán ahí apagando fuegos, sosteniéndonos para apaciguarnos. Nadie enciende mechas sin ellos, pierde todo sentido arder sin control alguno. Los fuegos extinguibles duran eternidades y te dejan agotado más allá del sofoco. Los inextinguibles la policía irrumpe, el educador deja su espació y entonces el fuego se extingue de inmediato. Cuando la gran fiera entra en casa todos siguen sus leyes.
Mis momentos preferidos en la residencia son cuando salimos al parque; mis compañeros más grandes hacen travesuras y pasan un buen rato juntos, los míos buscan a otros amigos para jugar a pelota o cualquier otra cosa. Yo siempre busco lo mismo, a esos padres que juegan con sus hijos y a esos hijos que juegan con sus padres. Cuando los encuentro juego con ellos, soy capaz de dejarme ganar, incluso de dejar de jugar, solo contemplarlos me llena de dicha. A veces algún hijo conocedor de mis intenciones sabotea el buen clima dejándome claro que su padre solo reconoce a sus hijos y que yo soy un extraño.
Mi padre antes de morir subió a la cima más alta, cazo el tiburón más grande, cruzó a nado un mar inmenso, cabalgó leones de la sabana, viajó al espació en grandes naves y conoció otros planetas. Mi padre era muy querido por todos, de estar vivo, me hubiera buscado por todo el mundo, pero no puedo llorar por él, he de ser fuerte y dejar atrás esa estúpida niñez."
Antonio Argüelles, Barcelona.

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