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  • Antonio Miradas del Alma

Lamentos

Los educadores y educadoras de mi residencia a menudo estamos más de paso que los propios infantes, una realidad que hace dificultosa la labor socioeducativa. A menudo convives con el sufrimiento de infantes anónimos con historias desoladoras que quedan resguardadas del mundo.


El lamento anula nuestra empatía, sin ella dejamos desatendido nuestro saber sobre el sufrimiento y como mitigarlo. El lamento es un sentimiento cubierto de lástima que nos llena de amor y tristeza a la vez, lastrando al otro en una víctima dependiente.


En el caso de la compasión, esta va más allá de las palmaditas en la espalda, es un acto cargado de intenciones por conectar con el sufrimiento y de voluntades por querer aliviarlo. Es un sentimiento benevolente que dista de palabras y gestos que buscan un bienestar, el nuestro.


“He vivido cinco años en una residencia, en todos estos años he tenido infinidad de educadores, profesores, y psicólogos, un ir y venir de profesionales que con sus lamentos han ido forjando mi ser. Todos ellos han sido cautos con mis límites, me han tratado con cierta particularidad; yo era el que podía, el que necesitaba, el que conseguía, pero aun así no me sentía querido.


De pequeño veía monstruos horribles acechándome en la oscuridad, llegue a tocarlos, a sentir sus suspiros y voces. Más adelante, cuando fui adolescente, quise convertirme en uno de ellos, sentir el miedo en los cuerpos de los otros, sus gestos, sus miradas, sus emociones, algo que mostrar de mi angustia.


Con mi monstruo dejaron de perseguirme los lamentos, empecé a ser un indeseado y en consecuencia fui silenciado y abandonado al destierro. Mi monstruo es vil y arrogante, es parte de mi identidad, quisiera que algún día alguien lo reconozca más allá de lo que muestra y lo transforme en algo amigable, propenso a ser querido y amado.”


Antonio Argüelles, Barcelona.


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