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Hogar

  • Foto del escritor: Antonio Miradas del Alma
    Antonio Miradas del Alma
  • 20 ago
  • 3 Min. de lectura

Actualizado: 21 ago

La representación de un hogar contiene infinidad de matices para un infante. El hogar como lugar de cuidado y protección está estrechamente relacionado con el vínculo familiar. Un espacio físico y psíquico donde se tejen interacciones y se forjan representaciones mentales que van cimentando la personalidad.


El quebramiento de las funciones de seguridad y protección en un hogar familiar comporta para el infante una difusión y dependencia de los roles familiares. El cotidiano es un sucumbir lento pero persistente hacia el abismo. No es fácil poner en entredicho aquello que te sustenta.


Hay circunstancias extremas de desprotección, pocas, que reclaman una separación, un acto diligente, pero a la vez trágico porque durante un tiempo tu hogar deja de ser familiar. Un proceso de gran dolor que tiene como objetivo mostrar patrones acordes a modelos que garanticen el bienestar.


Las temporalidades en residencias no deberían de superar los dos años, pero a la práctica los tiempos son excesivamente largos. Un tiempo donde viven nuevas proyecciones que reclaman un discernimiento sobre sus identificaciones. Un acto intrínseco que pone en cuestión los pilares familiares.


Surge un reclamo de aquello que ha sido negado, nuevas pautas y límites entendibles como protectores que les garanticen seguridad. Hay una necesidad desgarradora de tener la certeza de que pueden ser sostenidos. Una lucha sin cuartel donde se ha de lidiar con la inquietud que provoca al infante tener una percepción disidente.


A veces las luchas acaban en derrotas, el límite no es humanamente sostenible. Entonces sus últimos reclamos; intensos y a la vez desesperados, van mostrando una desafección latente. Ya no hay hogar donde sostenerse, la calle, la última frontera, los va cubriendo con su manto de malestares.


“En la residencia todos tenemos el convencimiento que el hecho de crecer no nos agrada. Yo vivía sin percibir el tiempo, ahora, con quince años, apenas lo sostengo. Al principio fue difícil, pero después de compartir alegrías y tristezas, hice de este lugar un hogar.


Mis educadores, durante estos años, cuidaron bien de mí. No es fácil recibir retóricas morales llenas de vacíos e inertes de sentimientos por parte de tu familia. Estar arropado en momentos oscuros me evitó decaer, ellos saben cómo sobreponerme. Reconozco que tuve dos hogares; mi familia y la residencia. En uno, fui sabedor de cómo cuidarme para no perderla, en el otro, vertí toda mi frustración por no poder ser parte de ninguna.


Me entristece que este hogar, mi residencia, no sea para siempre, soy consciente que un muro puede resistirse a mis deseos. Como en todo, siempre hay un momento determinado donde surge la conjunción que se contrapone con voluntad destructiva.


Estaba a tres navidades para dejar definitivamente este hogar, un lugar donde los infantes más pequeños aprenden rápidamente a usurpar ferozmente aquello que tuve, consuelo. A mi edad uno ha de emanciparse a pasos agigantados a regañadientes, nadie entra en tu habitación a dedicar sus tiempos, todo es soledad.


A mi familia no les agrada lo que ven, dicen que no me reconocen, que he dejado de ser aquello que creían que era. Mis visitas son difíciles de sostener, a veces son violentas, otras veces no existo, no sé cual es peor. Mis retornos a la residencia eran crispados, difícilmente los sostenía y empezó a ser un problema.


Es inquietante para mi que la evidencia de mi reconocimiento como persona tenga como contrapartida la ausencia de un hogar. He dedicado años de resistencia, pero mis barricadas sucumbían todo y mi escepticismo. Fueron largas horas de soledad, muchas lágrimas sin destino, hasta que un día desaparecí y ya no volví.”


Antonio Argüelles, Barcelona.

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