Demonios.

En mi residencia nos llegan casos trágicos de infantes que nos podrían helar la sangre, son vivencias a edades tempranas que dejan marcas para toda la vida y difícilmente pueden ser aliviadas. El olvido, la negación, es el antídoto que los mantiene en un eterno letargo, un limbo espacial donde sus vidas no existieron.  Sus marcas, como persistentes recordatorios, van floreciendo en sus frágiles cuerpos a modo de llamadas, buscan respuestas de sus cuidadores que puedan ser consonantes a las de sus marcas. Aquí entra nuestro trabajo educativo, no caer en sus reclamos y mostrarles aquello por lo que fueron negados. El amor es un bien preciado, puede curar heridas del pasado dejando atrás esos letargos.

“Mi padre pasaba largos ratos en la calle, cuando llegaba la noche la recibía con agrado, podía sacar de su interior a su demonio enjaulado. Ese monstruo nada compasivo siempre me atemorizaba, no tenía piedad con mi alma, sentía sus susurros, su odio y su resentimiento.

A una edad muy temprana, apenas sabia de maldades, pasaba con mi padre el día en la calle. Atado en mi cochecito lleno de orines como un perro asilvestrado pude ver como mi padre se transformaba en un demonio al caer la noche.

Eran noches de horror, no valían suplicas, ni llantos, nada podía ser atendido, mi cuerpo aterrado solo deseaba que ese demonio volviera a estar enjaulado. Esas noches las tengo en mi alma marcadas con fuego, recuerdo que no había espació para el consuelo.

Mi padre sufría su tortura, tenerme a mi lado, y yo la mía, ser rechazado. Quise tener recuerdos bellos para sostener ese deseo de cariño, nunca me fueron dados, todo fue en vano, me odio hasta su muerte, tenía ocho años, juré no llorar, pero mis ojos me traicionaron. “

Antonio Argüelles, Barcelona.