
Mi madre.
- Antonio Miradas del Alma
- 3 jul
- 2 Min. de lectura
“Mi madre no deja de recordarme que no se hacer bien la cosas, que no voy con buenas compañías, que hablo mal y falto mucho el respeto, que este lugar, la residencia donde vivo, es mí castigo.
Ella siempre está enojada, dice que se le quitan las ganas de vivir, que se arrepiente de haberme dado a luz, que su vida es un infierno desde que nací y otros despropósitos.
Todo lo que dice mi madre es verdad, por eso mi esfuerzo y deseo es intentar agradarla; sigo sus consejos, retengo sus abrazos junto a mi cuerpo y le digo cosas amorosas para reconfortarla.
Pero todo lo que hago es en vano, nada consigue apaciguar su enojo. Cuando surgen momentos amorosos, los desgarra sin contemplaciones, saca su furia y bloquea mi alma. Han pasado más de dos años que no vivo con ella, esperaba meses, pero el tiempo no engaña.
Mi madre sigue diciéndome que soy su vida, que sin mí la vida no tiene sentido. Siempre he tenido ese miedo a perderla. Son pocos los permisos que puedo verla, ella justifica sus faltas por múltiples dolencias, siempre está enferma o enojada conmigo.
Ella me culpa y me ama con la misma pasión, un querer u odiar según amanece el día. Su deseo, acogerme de nuevo, a diferencia del mío es cambiante y mi futuro depende de ello. Cuando pierdes las esperanzas te lanzas al vacío, te dejas llevar por los acontecimientos, son ellos los que te marcan el destino, así es cómo alivias el alma cuando te sientes fatigado.
No tardé en ser un proscrito en mi residencia y vivir clandestino, pasé noches temerosas a la edad de catorce años. Mi nueva familia era la calle, una banda de niños hartos de sus vidas y armados con intención de violentar a quien fuere.
Una noche de callejuelas sufrí un accidente que me reventó la pierna, un señor mayor que paseaba con su perro atendió mi herida antes de que yo perdiera el conocimiento, solo recuerdo ver a mis amigos salir corriendo.
En el hospital tuve diversas intervenciones, estuve siempre, noche y día, acompañado de mis educadoras. Mi madre solo al conocer la tragedia se excusó afectada, ese día pensé que nunca más andaría y lo sufrí sin ella.
A los pocos días vino al hospital, solo quería saber de castigos, yo apenas recordaba. Los momentos amorosos con mi madre son pasajeros, su enojo emerge sin aviso, sus despedidas siempre son abruptas, así fue nuestro primer encuentro.
Una tarde, en el hospital, paseábamos con mi silla de ruedas, ella acompañada de una educadora y yo de mi madre. Justo en la puerta de la calle mi madre sacó su enojo dejándome solo.
La vi cruzar la calle, la llame, todos se giraron menos ella. Vinieron los enfermeros me domaron como si de un caballo fuere. En mi habitación, con mi tristeza, mi educadora acarició mi frente, me ofreció palabras tiernas haciéndome brotar lágrimas en mis ojos, busqué su mano y no la deje ni en mis más profundos sueños.”
Antonio Argüelles, Barcelona.

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