Una de las observaciones más recurrentes que denotan los niños en su vida diaria en una residencia institucional de protección es el sentimiento de aislamiento, estar al margen de la sociedad. No debe ser fácil para éstos tomar conciencia de que sus referentes, cuidadores y cuidadoras, deben trabajar sus acompañamientos en condiciones precarias. Una realidad que sitúan a estos niños en una posición de vulnerabilidad, en un lugar marginal, donde las necesidades de cariño y pertenencia difícilmente son cubiertas por la institución. Una institución de estas características debe poder ofrecer un entorno familiar capaz de velar, cuidar, amparar, proteger y apoyar a los más débiles de la sociedad, pero desgraciadamente seguimos con políticas de institucionalizar “todo” dejando poco margen al amor incondicional.
“He vivido ocho años de mi infancia en esta residencia, en estos años me he hecho fuerte, no necesito a nadie para sacar adelante mi vida. De pequeña me sentí sola, cuando necesitaba ser cuidada, siempre había alguien que luchaba con todas sus fuerzas para arrebatarme esta atención. Era desolador ver cómo nuestros cuidadores asistían a los niños más “problemáticos” ofreciéndoles consuelo, mientras nosotros quedábamos apartados de todo.
A medida que pasaron los años aprendí a ser problemática, a poder probar el cariño de mis cuidadores. Comprobé que podía acaparar la atención en perjuicio de los demás, entendí que en una selva la fiera más feroz tenía la llave para ser amada. Pero ese amor era condicionado, tenía un precio, transgredir por recibir, de lo contrario te vuelves invisible para los demás.
Ahora que soy mayor me he dado cuenta de que ese amor condicionado es un engaño, una falacia del amor verdadero. Mis cuidadores dicen que ahora soy muy reservada, que me cuesta abrirme a los demás, que me paso mucho tiempo aislada del resto. Lo que no saben es que me he dado cuenta de que la atención que tienen con nosotros es, en gran medida, para apagar fuegos y discernir con quien dedicar más tiempo para no romper la “armonía” de esta residencia.”
Antonio Argüelles, Barcelona.
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