
Consciencia.
- Antonio Miradas del Alma

- 25 nov
- 3 Min. de lectura
Una de las dificultades con las que lidian los educadores y educadoras cuando trabajan con infantes y adolescentes en situación de desamparo, es su lucha por dejar a un lado sus ensoñaciones. No es tarea fácil vivir los momentos presentes, su tiempo transcurre angustiosamente lento, hay algo del libre albedrío que puede tirar por tierra cualquier indicación o disposición. Hablamos de un presente tangible que llama a gritos ser reconocido.
Al fin y al cabo, un cuidador expone su presencia mostrándose como embajador de su ser, desde ese lugar no se puede evitar la confrontación y la sensación de incomodidad que proyecta, no deja de ser portador de algo negado. Es el que interpela la esencia de su existencia, derrumbando suplantaciones de vidas anheladas que encubren almas afligidas. Un trabajo de mimos que requiere de lealtades, pues el dolor es más dulce cuando la sinceridad surge del corazón.
El infierno aparece cuando las resistencias unas u otras irrumpen bruscamente desafiando la propia fragilidad de esos cuerpos atormentados. Nada es fiable y sostenible, el enjambre agitado solo preludia un acontecimiento; el ruego de un anhelo forastero que con su súplica de negación reclama a la mentira. Un infierno donde lo celestial recoge aquello herido desde el reconocimiento y lo honra con su presencia. Sentirse querido es un primer paso para sincerarse con el anhelo.
Aun así, nadie sabe nada de cuerpos atormentados, todo son indicaciones y disposiciones que tienen más de ensoñaciones que de presencias. La cimentación no es una labor del cuidador, pero se les reclama, las ventiscas derriban muros. No es la cimentación, sino el sostén silencioso pero tangible de sus presencias, la de los educadores y educadoras, lo que sostienen a estos infantes de una sociedad que los abandona.
“Me gusta estar con mi equipo, sobre todo después de los entrenos, ahí hablamos como cotorras hasta que nos vamos. Los sábados siempre vienen los padres a ver a sus hijos, yo voy siempre añadido, una familia u otra me llevan al partido. Anhelo enormemente ser uno más, alguien que pueda ser como ellos, alguien con un padre orgulloso de su hijo.
Mi padre nunca viene a los partidos, tampoco es muy cuidadoso conmigo, intento agradarle con ahínco, soy muy diligente con él, pero todo es en vano, gasto mucha energía y al final siempre acabo siendo odiado. De mi padre recibo reprimendas, la última, un corte de pelo a cero, parece que le complace sentirme maltratado y humillado.
La residencia es el único lugar de mis desahogos, no tengo que fingir ser uno más del equipo o engañarme con mi padre, puedo ser la esencia de mí mismo y me hace daño. Soy poco tolerante en un lugar como este, mis exigencias van más allá de lo real, quiero sanar este calvario y reclamo con estruendo soluciones a mis cuidadores.
Una tarde rabiosa agité mi piso, estaba sin control, quería cambiar mi destino, un deseo impropio para un alma perdida. Un educador se presentó frente a mí, dijo tener algo que mostrarme, esperaba soluciones y encontré algo mejor, un encuentro con mi ser. Él me hizo un relato de mi infancia, paso a paso, logros y fracasos, hasta el día de hoy. Una mirada separada de la mía.
En ese momento comprendí que mi historia es única entre las otras, que todo y ser particularmente distinta, en ella habita un niño, que como los demás, tiene también deseos. Con esa mirada, la de mi educador, pude reconocer a mi padre, a los padres de mis amigos y sobre todo, por primera vez, pude reconocerme a mí mismo.”
Antonio Argüelles, Barcelona.










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