Ahora estoy aquí, pero en algún momento me he de ir, volveré, no voy a otro lugar, solo voy a casa”. Todo lo que hacemos por acompañar nos parece poco, pero somos personas y en un momento u otro nos hemos de retirar. Los menores y educadores son conscientes de esta realidad, pero como lo hacemos y como lo decimos puede conllevar ciertos malestares. El “lugar”, es nuestro espacio de convivencia, no es el mismo para unos que para otros, para unos es el lugar donde pasan sus vidas y para otros donde ejercen su profesión. Es importante matizar esta diferenciación porque muchas veces los educadores salimos de ahí con la satisfacción de haber cumplido con nuestro trabajo, repito “salimos”. Ahí quedan los menores que han compartido con nosotros la mañana y esperan a otros educadores para compartir el resto del día. Con los años he observado el dolor de las ausencias, “- ¿Dónde está? -No, hoy no trabaja. -Ha, bien, pues no pasa nada.” La verdad es que si pasa, y pasa mucho. Los menores buscan con quien sentirse seguros, están lejos de sus familias y quieren ser queridos. Ellos no entienden de jornadas laborales, de descansos y bajas temporales, ellos viven en un lugar donde quieren que los educadores les cuiden y sean queridos. Las ausencias comportan malestares que el menor nos muestra con ira, es su manera de mostrar su impotencia de no poder hacer nada, de no sentirse valorado, de no ser querido. Los educadores trabajamos con ello, con la ira de los otros, pero somos personas y algo de lo nuestro nos toca y hace daño. El educador ha de canalizar no solo la ira del menor atormentado sino también la frustración que le produce su impotencia. “Ahora estoy aquí, pero en algún momento me he de ir, volveré, no voy a otro lugar, solo voy a casa, pero ahí seguiré pensado en ti, te quiero”. Antonio Argüelles
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Ahora estoy aquí, pero en algún momento me he de ir, volveré, no voy a otro lugar, solo voy a casa”. Todo lo que hacemos por acompañar nos parece poco, pero somos personas y en un momento u otro nos hemos de retirar. Los menores y educadores son conscientes de esta realidad, pero como lo hacemos y como lo decimos puede conllevar ciertos malestares. El “lugar”, es nuestro espacio de convivencia, no es el mismo para unos que para otros, para unos es el lugar donde pasan sus vidas y para otros donde ejercen su profesión. Es importante matizar esta diferenciación porque muchas veces los educadores salimos de ahí con la satisfacción de haber cumplido con nuestro trabajo, repito “salimos”. Ahí quedan los menores que han compartido con nosotros la mañana y esperan a otros educadores para compartir el resto del día. Con los años he observado el dolor de las ausencias, “- ¿Dónde está? -No, hoy no trabaja. -Ha, bien, pues no pasa nada.” La verdad es que si pasa, y pasa mucho. Los menores buscan con quien sentirse seguros, están lejos de sus familias y quieren ser queridos. Ellos no entienden de jornadas laborales, de descansos y bajas temporales, ellos viven en un lugar donde quieren que los educadores les cuiden y sean queridos. Las ausencias comportan malestares que el menor nos muestra con ira, es su manera de mostrar su impotencia de no poder hacer nada, de no sentirse valorado, de no ser querido. Los educadores trabajamos con ello, con la ira de los otros, pero somos personas y algo de lo nuestro nos toca y hace daño. El educador ha de canalizar no solo la ira del menor atormentado sino también la frustración que le produce su impotencia. “Ahora estoy aquí, pero en algún momento me he de ir, volveré, no voy a otro lugar, solo voy a casa, pero ahí seguiré pensado en ti, te quiero”. Antonio Argüelles